Todos hemos perdido algo. Unos el miedo de confesar un amor, otros la pena de cantar en voz alta desde el balcón, no pocos el pudor que les impedía trabajar en piyama, muchos perdieron la vergüenza de aceptar que tienen miedo, rabia o tristeza; tantos hicieron de las cosas simples que les quedaron, cosas maravillosas; un sin número perdieron un ser querido, algunos, en cambio, olvidaron el bien común.
En nuestro caso, nos confrontamos con los propios miedos y con el propio sentido común, y decidimos no depender de un decreto para protegernos. Es decir, salir poco y salir cubiertos, evitar lugares y personas que nos ponen en alto riesgo (porque no se protegen). Hablamos con nuestros hijos para explicarles el momento que estamos viviendo, para crear un espacio donde se sientan libres de preguntar, de sentir y de vivir diversamente, pero en normalidad.
Nos pareció importante que entendieran el porqué de las nuevas reglas, para convivir con ellas no desde el miedo, sino desde el saber y el amor. Es decir, nos cuidamos, porque nos queremos.
No les voy a decir que todos los días sea fácil sonreír y pasar la semana sin preocupaciones, así como no siempre encontramos una buena respuesta para las inquietudes de los niños o para las nuestras.
Un día, por ejemplo, donde vivimos llegamos a 100 positivos, que en un pueblo pequeño es mucha gente. Días antes, mis hijos vieron por enésima vez grupos de jóvenes sin tapabocas y sin distancia. Entonces me preguntaron “¿por qué ellos no respetan las reglas?”
Mi respuesta mental: “¡Porque son unos cretinos, unos malparados y unos egoístas de mierda!” Mi respuesta verbal: “Porque son tontos. No han entendido que así se contagian”.
Entonces la inquietud natural de mis hijos es: “si nosotros siempre hemos respetado las reglas y nos hemos comportado bien, por qué nos cerraron el parque y la escuela, mientras los grandes que se portan mal están en la calle como si nada?”.
Las autoridades corren a escribir nuevos decretos para imponer mayores restricciones. Todo el año la hemos pasado con grandes y pequeñas cuarentenas. Llevamos muchos días encerrados en la casa. Desde aquí estudiamos, vemos películas, jugamos juntos, nos conocemos mejor, compartimos, nos reímos y cada tanto peleamos.
En todo este tiempo, las preguntas frecuentes de mi hijo de 4 años son:
- ¿Cuándo vamos a poder volar de nuevo en avión?
- ¿Cuándo podemos ir a Colombia?
- ¿Cuándo podemos ir a la casa de la abuelita colombiana?
- ¿Cuándo abren de nuevo el parque con el deslizadero amarillo?
- ¿Cuándo puedo ir a la escuela?
Una tarde, tras sentir por varios meses que la respuesta era: “cuando el virus se vaya volveremos a…”
Con escepticismo me dice: “¿Y cuándo es que coronavirus se va a ir? ¿Cuando nos muramos todos?”
Trago saliva para que se me quite el nudo en la garganta, sonrío y le digo con tono sereno que nadie se va a morir, que vamos a vivir muchos años más. Le cuento que los científicos están buscando una cura y que nosotros, cada vez que respetamos las nuevas reglas, nos convertimos en superhéroes que ayudan a vencer el virus.
Vuelve el momento de las risas y los juegos. Los niños bailan al ritmo de música y los papás preparan la cena.
Nuestra hija también ha tenido sus momentos de crisis, sin embargo, ha sido la más resiliente de toda la familia. Ella es así. Digo yo que desarrolló la capacidad de adaptación apenas nació y, sin ni siquiera pasar por el pecho de la mamá, le tocó vivir en ese espacio artificial que es la terapia intensiva neonatal.
De ahí en adelante ha apreciado cada respiro, cada momento, cada compañía, cada experiencia, incluidas las hospitalizaciones. Ella ve lo bueno, ve la solución, es propositiva, creativa, resiliente. Entonces al virus le ha inventado canción, lo ha dibujado, le ha hecho pancarta y hasta le habla con ternura.
A pesar de todo, este año queríamos que el espíritu de la navidad invadiera la casa. Digo a pesar de todo, no sólo por las restricciones, sino porque es la primera navidad sin Pietro, el hermano de mi esposo. Llevaba 3 años en estado vegetal. Los últimos 5 meses de vida los pasó solo en una pieza de hospital, las normas anti covid no admitían visitas. Y ese no poderlo acompañar nos deja un hueco en el alma.
Mi suegra, a pesar de su dolor de madre, armó el pesebre con sus nietos y se ofreció a preparar la mejor lasaña de Italia para el almuerzo de Navidad. Mi esposo se hizo cargo del árbol y los niños y yo de los adornos. Todos hicimos un esfuerzo para sentirnos menos solos y menos tristes.
A decir verdad, yo también tengo una tristeza toda mía. Yo también dije adiós.
Resulta que he tenido el privilegio de crecer con unos tíos maravillosos y aunque a todos los adoro, hay una tía para la cual yo era la sobrina preferida, consentida, protegida. Y para mí, ella era una tía generosa y cómplice. En pocas palabras, habíamos construido una relación especial.
En medio de esta pandemia, con las fronteras entre Europa y América cerradas, mi tía me llama y me cuenta que está enferma, no sabe de qué, pero aqueja dificultad para moverse y mucho dolor. Unos días después le diagnostican un tumor que la deteriora rápidamente. Ella estaba mal y yo no podía viajar para estar a su lado. Entonces pensé… ¡virus hijueputa!
A mi tía le hablaba con serenidad, pero por dentro sentía enojo. Se empezaba a apagar un pedazo importante de mi vida, un recuerdo dulce de mi infancia, una persona que siempre me tendió la mano en los momentos de dificultad, un ser generoso, mi tía especial.
No estaba enojada con ella, sino con el virus que me impedía correr a su lado para ayudarla, atenderla, consentirla y regañarla amorosamente cuando se pusiera terca. Qué impotencia tan tremenda no poder devolverle un pedacito de todo ese amor. Obvio que ella sabía cuán especial era para mí y entendía las razones de mi ausencia. Pero no deja de ser doloroso no poder tomar de la mano a los seres que uno ama antes de decirles adiós.
Nosotros hemos sido siempre cautos, con la esperanza de que nuestro comportamiento, sumado al de otros, ayude a debilitar el virus y su difusión. Queremos ser parte de la solución. Además, tenemos el deber de proteger a mi suegra, que es anciana, y a nuestros hijos.
Unos días antes de la Navidad, mi suegra aqueja un fuerte dolor en un brazo y se le dificulta el movimiento. Visto que el dolor por sí solo no pasa, toma un analgésico. Como era de esperar, cada que toma algo por fuera de las medicinas diarias, se le sube la presión, la diabetes y le da diarrea. Paralelamente, a mi esposo se le bloquea la espalda y le duele una pierna y los pies. Un día fiebre y luego nada por varios días… de repente de nuevo fiebre. El doctor inicialmente le manda un antiinflamatorio y un antibiótico.
Ninguno de los dos presenta tos ni síntomas de gripa, sin embargo, deciden hacerse un test rápido, para descartar que sea covid. Mientras nos dan la cita para hacerlo a domicilio, mi esposo comienza a empeorar. Le sube la fiebre y no se le baja con nada, le dan dolores de cabeza que describe como calambres. O sea, a los dolores en la espalda, en la pierna y en los pies, se suma el de la cabeza.
Llega el día del test y mi esposo sale negativo, mientras mi suegra resulta positiva. En este punto, todos los integrantes de la familia nos sometemos al test. Somos negativos. Pero mi esposo no aguanta más el malestar y la fiebre que no se le baja y se va para el hospital. Necesita saber, si no es covid, ¿entonces qué?
Yo también estoy súper preocupada por él. Preparamos una maleta por si lo internan. Nuestra hija, a escondidas, escribe en un papel “ti voglio bene papa!” [“te quiero mucho, papá”] y esconde la nota en el bolsillo de la maleta. Así el papá se sentirá menos solo y más amado cuando esté lejos de casa.
En el hospital le dicen que debe esperar ahí, para que le hagan el test del covid antes de entrar, es el protocolo. El problema es que “ahí” es fuera del hospital a la intemperie, con el aire helado del invierno, sin al menos una silla para sentarse, sin un baño, sin una enfermera que dé indicaciones o que efectúe los test. Después de 2 horas, sale una doctora que en vez de atenderlo lo regaña y le dice que los tiempos de espera son de 48 a 72 horas. Mi esposo se pone furioso.
—¿Usted cree que una persona enferma puede esperar aquí afuera, al frío por 48 horas? Yo no vine para quemar tiempo o porque no tengo nada mejor que hacer. Yo vine porque estoy mal, estoy enfermo.
—Estos son los tiempos de espera—, dice la doctora y se va.
Mi esposo regresa a la casa indignado, enojado, desalentado, indispuesto y con diarrea.
Mientras tanto, el sistema sanitario estatal ASL activa el protocolo covid y nos hacen a todos el test molecular. Se confirma así el resultado positivo de mi suegra y se suma el de mi esposo. Mientras mis hijos y yo resultamos nuevamente negativos. ¿Será que los anticuerpos tercermundistas que poseemos son más resistentes al virus?
Cuando nos informan que el covid ha entrado en casa, nuestro hijo se esconde bajo la mesa del comedor y llora, porque no podrá jugar con su papá. Nuestra hija de lejos abraza al padre, luego hace unos carteles para indicar cuál baño deberá usar él y cuál nosotros. Poco a poco aprendemos que el mejor modo para ayudar al papá y a la abuela a curarse, es estando distanciados y llenándolos de amor.
No es fácil, ahora además de no poder volar ni ir al parque, tampoco pueden jugar a la guerra de espadas con la abuela ni ir a su terraza para dar de comer a los caracoles y tampoco contar las ovejas del pesebre para ver si está completo el rebaño y mucho menos pueden jugar con el papá, sentarse junto a él para ver una película, almorzar juntos o simplemente abrazarlo.
Tampoco pueden dejar al lado de la chimenea de la abuela las galletas y la leche para Papá Noel ni las zanahorias para los renos. Y las trampas artesanalmente construidas por los niños para poder atrapar y ver a Papá Noel no podrán ser usadas.
Es más, ni siquiera saben si el viejo Noel pueda venir a la casa, pues como dicen los niños: “¡no debe entrar en contacto con personas positivas, porque se contagia y yendo de casa en casa, contagiaría a todos!”
Los abrazo, y los invito a creer en “la magia de la Navidad”. El niño Dios de Colombia y el Babbo Natale de Italia, encontrarán el modo de hacerles llegar algún regalo.
Se piensa que quien pasa la cuarentena en casa, es porque le dio una simple gripa, pero no es así. Quien está en casa también está mal, también puede presentar síntomas graves y también puede empeorar. Este es un virus bastardo que genera inmenso malestar en el cuerpo y en la mente.
Un frío que no se quita con nada, dolores de cabeza descritos como calambres, dolores musculares, un peso en el pecho y fatiga para respirar aun cuando la saturación del oxígeno es buena, un desaliento tremendo, insomnio, temblor en las manos y ataques de ansiedad eran los síntomas de mi esposo sin ser un paciente grave y dando gracias que le bastó la terapia antibiótica para salvarse.
La parte positiva es que como los síntomas y las terapias varían de persona a persona, del ASL nos llamaron todos los días para monitorear el progreso de la enfermedad y modificar, si era el caso, la terapia. Créanme que esa llamada es muy valiosa, tanto por las indicaciones médicas que dan, como a nivel sicológico, pues nos ayuda a sentirnos menos solos y temerosos. Es que uno de los síntomas más crueles es el sentimiento de soledad que trae consigo el coronavirus.
A parte de esto, le pedí consejo a dos amigas colombianas que ya habían vivido esta experiencia, porque los médicos te pueden dar las medicinas, pero el sentido práctico de convivencia con uno o más positivos, el manejo del enfermo, el uso de los espacios comunes de la casa (corredor que de la habitación lleva al baño), el cuidado de los demás familiares a cargo y el aspecto sicológico y emotivo son problema de uno. Entonces fue útil aprender de ellas.
Obviamente nuestra familia no festejó la Navidad ni el año nuevo, ni los cumpleaños de los niños, ni nada como queríamos. Aun así, el Niño Dios y Babbo Natale encontraron el modo de hacer llegar sus regalos sin entrar en contacto con nosotros, preservando así la magia de la Navidad y evitando nuevos contagios.
Es primavera otra vez, como cuando por vez primera aprendimos el verdadero significado de lockdown y de pandemia. Las campañas de vacunación han iniciado con algunos tropiezos y las nuevas variantes del virus parecen ser de más rápida transmisión, más agresivas y, al menos aquí, ha golpeado sobre todo la población joven.
Después de tres meses, mi suegra y mi esposo siguen con algunos dolores post covid y el virus algo ha dejado en los pulmones. Aun así, dan gracias infinitas de haber sobrevivido para contarlo, pues en media, siguen muriendo 400 personas al día en Italia a causa del covid.
El 18 de marzo de 2021 conmemoramos por primera vez las víctimas del coronavirus. Aún hay gente escéptica e irresponsable, que no ha entendido que una pandemia no es cuestión de opinión. Por fortuna cada vez son más las personas con tapabocas deseosas de vacunarse.
El camino aún es largo, pero se puede recorrer. Tal vez observando y aprendiendo de un país como Nueva Zelanda, donde la Primera Ministra y su gabinete han tomado decisiones acertadas en tiempos justos, pero sobre todo, donde la población ha sabido respetar unas pocas reglas, asegurando así índices casi nulos de contagio.
Así como mis hijos creyeron en la magia de la Navidad, yo quiero creer en la magia de la ciencia y quiero creer que las soluciones científicas serán garantizadas también en los países pobres o en guerra.
Necesito creer que la magia es posible y que gracias a ella vamos a poder ir al parque con el deslizadero amarillo, vamos a regresar a la escuela y vamos a volver a jugar de manera espontánea con los demás niños.
Me es urgente creer que muy pronto vamos a poder volar en avión hasta Colombia para abrazar a nuestra amada familia, para que mi mamá me peine y yo me sienta de nuevo niña, para que disfrute de los nietos que está viendo crecer a la distancia, para que mis hermanos vayan al zoológico o al teatro o al arenero con los sobrinos, para almorzar cada día en la casa de algún tío y pasar la tarde conversando y riéndonos.
Añoro comer los chicharrones de Lucina, los dulces de Sara y llevar a los niños a algún restaurante de comida del pacífico, que les encanta. Y visitar con mis hijos los parques, las bibliotecas y ludotecas de la ciudad. Quiero caminar con mi esposo por las calles del centro o entre la vegetación del bosque de Las Hadas y tomar leche recién ordeñada y leer en la hamaca.
Quiero admirar los guayacanes amarillos y los pájaros del balcón, quiero tomarme un café en Otraparte y recordar las conversaciones que tenía allí con mi tía. Quiero que nos volvamos a abrazar sin miedo, sin asco, sin desconfianza, sin sentimientos de culpa.
Pero, sobre todo, quiero que adquiramos de nuevo el derecho de tomar de la mano a nuestros seres queridos antes de decirles adiós.
Hannalucida
21 marzo de 2021
Cellole, Italia